LA COLECCIÓN Las escaleras les condujeron a un pasillo bastante más ancho que el del nivel dos. A cada lado había diferentes cubículos, aunque unos eran tan pequeños que parecían madrigueras y otros tan aparatosos y extraños que Edgar pensó en ellos como ambientes. Lo que unía a unos y otros era la oscuridad. Imposible saber qué o quienes los habitaban. Estaban numerados. Algunos eran como jaulas de cristal, otros, parecidos a cuevas. Y había algunos cerrados a cal y canto. La sensación era la de estar en una galería de arte, pero a parte de los números correlativos, no había información de lo que allí se exhibía. Bender lo miraba todo con curiosidad. Edgar fijó la vista al final del pasillo. Allí había un tanque de cristal lleno de agua. Una luz blanca y fría iluminaba el tanque, y asomada por arriba pudo ver la cabecita de Sonia. Escuchó la voz de Bender a su espalda cuando echó a correr hacia la chica. —¡Edgar, aquí hay un hipocampo! Edgar no tenía ni idea de lo que podía ser un hipocampo. Bender debía de haber sacado esa palabra, o bien de sus recuerdos olvidados, o de la biblioteca mental del hombre al que había dormido en el nivel dos hacía un rato. Sonia había dejado de toser y volvía a cantar. No supo encontrar el punto en que se había quedado, así que eligió otra canción de su amplio repertorio. —Eran sólo dos extraños, concediéndose deseos como dos enamorados. Que vaciaron sus manos de desengaños y miedos, y de afecto las llenaron... Edgar vio que había cambiado. Su pelo parecía distinto, su piel, más morena. Estaba mucho más guapa que antes. —Calmaron con fresas su hambre, con vino, su sed, y el frío, con su calor... Ya estaba tan cerca de ella… Por un momento pensó que ocurriría algo que no lo dejaría alcanzarla. La voz de Bender volvió a llegarle, y parecía cada vez más excitado. —¡Un roc! ¡Y aquí hay un minotauro! ¡Y mira, mira, este es Pegaso! —Deja al caballo en paz –dijo una voz autoritaria desde la celda de enfrente. —¿Y tú quién eres? —Belerofonte –el tipo le enseñó a Bender la brida de oro que llevaba en la mano, como si fuera su carné de identidad. —Pues que sepas que Pegaso te derribará en la cima del monte Olimpo y te quedarás dando vueltas más solo que la una. —Que te zurzan. —Y el sueño venció, la mañana volvió y pensaron los dos, que habrá tras tu mirada, que tanto oculta y tanto da... Edgar estaba bajo el tanque, esperando que Sonia se echara en sus brazos, pero ella no pareció reconocerlo. Iba a preguntarle si no se acordaba de él, pero enmudeció, en primer lugar, por la belleza de Sonia, y después, porque la que había sido su novia no tenía piernas. Bender empezó a transmutar salidas en todos los cubículos. No se le ocurrió preguntar a las criaturas si querían ser liberadas. Sonia seguía con la canción de Presuntos. Edgar trataba de asimilar lo que estaba viendo. De nuevo la voz de Bender: —¡Coño, una arpía! ¡Qué cosa más fea! La voz sobrenatural de la arpía llegó luego. —Repite eso y te saco los ojos. —A ti no te dejo salir, bicho.
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